Gracias Bukowski una vez más por mostrar(me)
En todas partes nos aferramos a las paredes del mundo, y en lo más profundo de la
resaca, pienso en dos amigos que me aconsejaron varios métodos de suicidio. ¿qué
mejor prueba de amorosa camaradería? uno de mis amigos tiene cicatrices de cuchillas
de afeitar por todo el brazo izquierdo. el otro introduce pildoras a montones en una masa
de barba negra. los dos escriben poesía. hay algo en lo de escribir poesía que lleva a un
hombre al borde del abismo. sin embargo, es probable que los tres vivamos hasta los
noventa. ¿te imaginas el mundo del 2010 d.C? por supuesto, su aspecto dependerá en
gran parte de lo que se haga con la Bomba. supongo que los hombres seguirán
comiendo huevos para desayunar, tendrán problemas sexuales. escribirán poesía. se
suicidarán.
creo que la última vez que intenté suicidarme fue en 1954. vivía en la tercera
planta de un edificio de apartamentos de la Avenida Mariposa N. cerré todas las
ventanas y abrí las espitas del horno y de los fogones, sin encenderlas, por supuesto.
luego me tumbé en la cama. el gas al escapar sin prenderse hace como un silbido muy
suave. me quedé dormido. habría resultado, de no ser que el inhalar el gas me levantó
tal dolor de cabeza que me desperté. me levanté de la cama, riendo, y diciendo,
«¡maldito imbécil, tú no quieres matarte!» apagué el gas y abrí las ventanas. y seguí
riéndome. me parecía una broma muy divertida. y en fin, menos mal que no funcionaba
el automático del termo, porque si no aquella llamita me hubiese sacado de modo
explosivo de mi linda temporadita en el Infierno.
unos años antes, desperté de una semana de borrachera decidido a matarme.
estaba cobijado con un bombón por entonces, y no trabajaba. se había acabado el
dinero, se debía el alquiler, y aunque hubiese podido encontrar algún tipo de trabajo
esporádico, eso no me habría parecido más que otro tipo de muerte. decidí matarme en
cuanto ella se fuese de la habitación. entretanto, salí a la calle, con cierta curiosidad, no
mucha, por saber qué día era. en nuestras borracheras, días y noches se mezclaban.
bebíamos y hacíamos el amor continuamente, sólo. era cerca del mediodía y bajé la
cuesta a enterarme qué día era en el quiosco de la esquina. viernes, decía el periódico.
bueno, el viernes era un día tan bueno como cualquier otro. luego vi el titular. PRIMO
DE MILTON BERLE * ALCANZADO EN LA CABEZA POR PIEDRA
DESPRENDIDA. en fin, ¿cómo demonios vas a suicidarte cuando escriben titulares
como ése? agarré un periódico y volví con él. «¿sabes lo que pasó?» pregunté. «¿qué?»
dijo ella. «al primo de Milton Berle le cayó una piedra en la cabeza». «¿no bromeas?»
«qué va». «¿y qué clase de piedra sería?» «creo que era de esas redondas, lisas y
amarillas». «sí, eso creo yo también». «¿de qué color tiene los ojos el primo de Milton
Berle?» «supongo que una especie de marrón, un marrón muy claro». «ojos marrón
claro, piedra amarillo claro». «¡CLUNK!» «sí, CLUNK!» salí y me agencié un par de
botellas y pasamos un día magnífico, pese a todo. creo que el periódico de aquel titular
de aquel día se llamaba algo así como «The Express» o «The Evening Herald». no estoy
seguro. de todos modos, quiero darle las gracias al periódico que fuese y también al
primo de Milton Berle y a aquella piedra redonda, amarilla y lisa.
en fin, dado que el tema parece ser suicidio, recuerdo una vez que estaba trabajando en los muelles, solíamos almorzar en aquellos muelles de San Francisco con
los pies colgando por el borde. bueno, un día estaba yo sentado allí y el tipo de al lado
se quita los zapatos y los calcetines, los coloca cuidadosamente al lado. estaba sentado
junto a mí. luego oí el chapoteo y allá abajo estaba. fue muy extraño. gritó
«¡SOCORRO!» justo antes de que su cabeza tocara el agua. luego hubo sólo un breve
braceo, nada del otro mundo, y yo no sentía gran cosa, me limitaba a mirar aquellas
burbujas de aire que subían. luego se acercó corriendo un hombre y empezó a gritarme,
«¡HAY QUE HACER ALGO! ¡QUIERE SUICIDARSE!» «¿qué demonios puedo hacer
yo?» «¡conseguir una cuerda, tirarle una cuerda o algo!» me levanté de un salto y corrí a
la cabaña donde un viejo envolvía paquetes y cajas de cartón. «¡DAME UNA
CUERDA!» él me miró sin decir nada. «¡MALDITA SEA, DAME UNA CUERDA.
HAY UN HOMBRE AHOGÁNDOSE. QUIERO ECHARLE UNA CUERDA!»
el viejo dio la vuelta y cogió algo que me entregó. lo entregó cogido con dos
dedos. era un pedacito de cuerda blanca, reseca. «¡CONDENADO HIJOPUTA!» le
grité.
por entonces, ya un joven se había quitado todo menos los calzoncillos y se había
tirado al agua y había sacado a nuestro suicida. al chico le dieron el resto del día libre
sin descontarle nada. nuestro suicida pretendía haberse caído por accidente, pero no
podía explicar lo de quitarse los zapatos y los calcetines. nunca volví a verle. puede que
completara el trabajo aquella noche. nunca puedes saber lo que atribula a un hombre.
incluso cosas triviales pueden resultar terribles si entras en un determinado estado
mental. y el peor cansancio de pesar/miedo/penuria de todos es el no poder explicar ni
entender ni aclarar siquiera. simplemente pesa sobre uno como una losa de metal
laminado y no hay modo de quitársela de encima. ni siquiera por veinticinco dólares la
hora. lo sé. ¿suicidio? el suicidio parece incomprensible al menos que uno mismo esté
pensando en ello. no hay que pertenecer al Sindicato de Poetas para unirse al club. vivía
yo de joven en aquel hotelucho barato y mi amigo era un hombre mayor, un ex-
presidiario, cuyo trabajo consistía en hurgar en las tripas de las máquinas de hacer
caramelos. no parece mucho para vivir de ello, ¿verdad? el caso es que bebíamos juntos
algunas noches y él parecía un buen tipo, una especie de gran muchacho de cuarenta y
cinco años, tranquilo y despreocupado, sin ninguna malicia. Lou se llamaba. había
trabajado en las minas de diamantes. nariz de halcón. grandes manos deformadas,
zapatos en chancleta, despeinado, no tan bueno como yo con las señoras... por entonces.
en fin, lo cierto es que perdió un día de trabajo por el trago y los peces gordos del
caramelo le echaron. vino y me lo explicó. le dije que no se preocupase: en realidad, el
trabajo lo único que hace es robarle a un hombre magníficas horas. no pareció
impresionarle mucho mi material casero y se largó. bajé hasta su puerta unas dos horas
después a sacarle un par de cigarros. no contestó a la llamada, así que supuse que estaría
allí dentro borracho. empujé la puerta y se abrió. allí estaba en la cama, con las espitas
de gas abiertas. estoy seguro de que la compañía de gas del Sur de California
sencillamente no sabe a cuánta gente sirve. en fin, abrí las ventanas y apagué el hornillo
de gas y el calentador de gas. no tenía cocina. era sólo un ex-presidiario que había
perdido el trabajo de hurgar en las entrañas de las máquinas de caramelos por haber
faltado un día. el jefe me dice que soy el mejor obrero que ha tenido. lo malo es que
falto demasiados... dos días el mes pasado. me dijo que si faltaba otro día, se acabó.
me acerqué a la cama y le zarandeé.
—¡tu puta madre!
—¿qué?
—tu puta madre, ¡como vuelvas a hacer esto, te corro a patadas en el culo por toda
la ciudad!
—¡oh, Ski, ME SALVASTE LA VIDA! ¡TE DEBO LA VIDA! ¡ME SALVASTE
LA VIDA!
siguió con su cantinela de «me salvaste la vida» durante unas dos semanas de
borrachera. se echaba sobre mi novia con aquella nariz ganchuda, ponía su gran mano
deforme sobre la mano de ella, o peor aún, en la rodilla, y decía, «¡sí, este jodido
hijoputa me salvó la VIDA! ¿LO SABIAS?».
—me lo has contado varias veces, Lou.
—¡SI, EL ME SALVO LA VIDA!
dos días después, se fue. dejando a deber dos semanas de alquiler. nunca volví a
verle.
esto ha sido una especie de resaca, pero hablar de suicidio evita cometerlo. ¿o no?
estoy acabando mi última cerveza y mi radio en el suelo toca música del Japón. acaba
de sonar el teléfono. algún borracho.ñ conferencia. de Nueva York. «escucha, amigo,
mientras saquen a relucir un Bukowski cada cincuenta años, lo conseguiré.» me
permitió complacerme a mí mismo en esto, manipularlo a mi favor, porque tengo los
cielos tristes azul oscuro, la melancólica fiebre azulada. «¿recuerdas qué borracheras
cogíamos, amigo?» pregunta. «sí, recuerdo». «¿qué haces ahora, aún escribes?» «sí, en
este momento estoy escribiendo sobre el suicidio». «¿suicidio?» «sí, es esta columna,
bueno, ya sabes, un periódico nuevo que está empezando, OPEN CITY». «¿publicarán
lo del suicidio?» «no sé.» hablamos un rato y luego colgó. una resaca. una columna,
recuerdo aquella canción que cantaban cuando era niño, LUNES TRISTE. era en
Hungría, creo, y siempre que tocaban LUNES TRISTE alguien decidía suicidarse. por
fin prohibieron que se tocara la canción. pero están tocando algo ahí en el suelo en mi
radio que suena igual de mal. si no ves esta columna la próxima semana puede que no
sea por causa del tema. entretanto, no sé si liquidar a Coates o a Weinstock.
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